Al final de la guerra regresó a París, donde produjo cuatro grandes obras: su trilogía Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953), novelas que el propio autor consideraba su mayor logro, y la obra de teatro Esperando a Godot (1952), su obra maestra en opinión de la mayoría de los críticos. Gran parte de su producción posterior a 1945 fue escrita en francés. Otras obras importantes, publicadas en inglés, son Final de partida (1958), La última cinta (1959), Días felices (1961), Acto sin palabras (1964), No yo (1973), That Time (1976) y Footfall (1976); los relatos Murphy 1938) y Cómo es (1964); y dos colecciones de Poemas (1930 y 1935). Una de sus últimas obras es Compañía (1980), donde resume su actitud de explorar lo inexplorable. Tanto en sus novelas como en sus obras, Beckett centró su atención en la angustia indisociable de la condición humana, que en última instancia redujo al yo solitario o a la nada. Asimismo experimentó con el lenguaje hasta dejar tan sólo su esqueleto, lo que originó una prosa austera y disciplinada, sazonada de un humor corrosivo y alegrada con el uso de la jerga y la chanza. Su influencia en dramaturgos posteriores, sobre todo en aquellos que siguieron sus pasos en la tradición del absurdo, fue tan notable como el impacto de su prosa.
El impacto de Samuel Beckett
El 5 de enero de 1953 se estrenaba en París En attendant Godot. Antes, Beckett había publicado en Inglaterra su novela Murphy (1938), traducida al francés sin demasida pena ni gloria en 1947. En 1951 suena extensa e intensamente el nombre de este irlandés avecindado en un arrabal de París al publicarse su novela Mollym que fue saludada desde las páginas de Le Figaro Littéraire como "una de las obras capitales de la posguerra".
Pocas veces una obra teatral ha alcanzado un impacto tan rotundo, tan sensacional, tan fulgurantem como En Attendant Godot. Hasta tal punto , que el resto de su obra (Malone meurt, L'innommable, Molly, Nouevelles et textes pour riens..) ha quedado , con evidente injusticia, relegado a segundo término.
Godot era demasiado impacto, era demasiada novedad, era excesiva explosión para permitir descender a otros detalles. Hasta tal punto Godot señaló una época en el teatro que, antes del año de su estreno en París, nada menos que treinta teatros de Alemania incluían en su repertorio la sensacional producción de Beckett. Y al aludir a cifra tan considerable de teatros, no queremos, ni mucho menos, establecer un argumento valorativo de la calidad, tan por encima de esa clase de argumentos, de Godot, sino señalar sencillamente el deslumbramiento que produjo. Porque si en Alemania se representa en treinta teatros, a los tres años de su estreno había sido traducido a veinte idiomas, el español entre ellos, y es fácil imaginar la difusión que ello supone.
¿Por qué este éxito? La pregunta es tan superficial como inocente la respuesta. Porque En attendant Godot supone un nuevo teatro. Pero un nuevo teatro que ha sabido dar exacta medida del hombre a que va destinado. Entre la crítica adversa formulada a Godot o, más exactamente, a Beckett, ha circulado la especie de que sus personajes no son humanos. Y es que estamos aplicando las mismas palabras a conceptos gastados. Porque cabría preguntar: ¿Son más humanos esos personajes de las comedias rosas al uso: el marido engañador, la dama aparentemente casquivana, el mayordomo ingenioso y trapisondista, los ambientes químicamente puros de la elegancia...? Entre una humanidad y otra, no nos queda más remedio que optar gustosamente, venturosamente por la de Godot.
Es peligroso, inconveniente quizá, intentar una explicación de En attendant Godot. Caben, sí, búsquedas de matices, desciframiento de algunas claves. Pero Godot está explicado en sí mismo. No hay enigma. Ni secretísima simbología. Algún buscador del quinto pie del gato ha tratado de establecer la relación Godot-God (Dios, en inglés) Innecesaria tarea. Se está esperando a Godot, que llegará o seguirá enviando diariamente al muchacho para decir que no va; se está esperando, están esperando Vladirniro y Estragón a Godot, y lo que importa dramáticamente es esa espera. Y si en las comedias que padecemos tan abundantemente en nuestros teatros, mientras "se espera", el galán saca una pitillera, enciende un cigarrillo caro y una elegante doncella le anuncia para dentro de unos mornentos la llegada de la señora-
Víadimiro y Estragón, mientras esperan, conversan:
–¿Y si nos arrepintiéramos?
–¿De qué?
–Hombre! No hace falta entrar en detalles.
–¿De haber nacido?...
Lo cual, la verdad, no dice nada en favor de esas comedias que son el teatro de cada día.
Y es que Beckett, tanto en sus novelas como en su teatro (y esta posición ideológica o, más bien filosófica, es la que se olvida al juzgarlo, recordando en cambio los tópicos habituales de náuseas, existencialismos y tantos otros fáciles recursos que aquí nada tienen que ver), va a la caza de una expresión que le perrriita hablar de lo absurdo de tantas situaciones humanas, para lo cual solo cuenta con un lenguaje estructurado con las rígidas leyes de la lógica. Y esta lógica que preside nuestro lenguaje común es la que obliga a buscar unos rumbos diferentes, a través de los cuales cumplir con su necesidad de expresarse. Necesidad de expresarse que en ocasiones le conducirá hacia un lenguaje de apariencia absurda y en otras hacia el silencio. En una y otra ocasión, ha llegado más allá de las posibilidades del lenguaje. Y se ha expresado.
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